Tuvieron
que pasar aún unos años para que viese a Jesús de la Oración en el Huerto por
las calles de la ciudad. Era la Semana Santa de 1976 y en el comienzo de la
calle Gondomar, tuve la ocasión de ver cumplido mi sueño. Los nazarenos vestían túnicas verdes oscuro
con antifaces blancos de raso, los cirios al cuadril, que no a la cadera.
Aquellos colores y forma de portar la cera, eran novedad en nuestra Semana
Mayor, y por lo tanto lo eran también para los ojos de un niño. También otra
cosa me llamo poderosamente la atención. Y es que el paso no era llevado por la
fría tracción de un chasis con ruedas, cosa habitual en aquella Semana Santa
del pasado mas reciente. Un hombre valiéndose de unas voces, ora de ánimo, ora
de mando, ayudado por los toques de un pequeño aldabón, le daba vida aquel
sobrio paso oscuro que portaba la imagen, aquella que solo unos pocos años
antes había contemplado en la soledad de su capilla. ¡Que distinto era todo! El silencio y la
soledad de aquella mañana, habían dado paso al regocijo, al aplauso y al fervor
del pueblo de Córdoba. Un pueblo que con alegría recibía la vuelta a sus calles
del Jesús Orante en el Huerto. Con tan corta edad, lo decidí en el momento.
Algún día tenía que hacerme hermano de aquella hermandad, vestir la verde
túnica y cuando fuese mayor salir bajo el paso, como aquellos divinos
‘galeotes’ anónimos que levantaron hasta el cielo a Jesús en el Getsemaní de la
calle Gondomar.
Con
el traslado a la calle Cabezas vi cumplido mi sueño. En la cuaresma de 1979 y
con 500 pesetas ahorradas, acudí al salir del colegio presuroso y nervioso al
local, que frente al viejo claustro franciscano la hermandad aun posee. De allí
salí contento con una bolsa de plástico que contenía una túnica verde oscuro,
un antifaz blanco de raso y un cíngulo blanco franciscano. También una papeleta
de sitio que decía: Cirio tramo Virgen. Jamás había tenido en la mano un
documento de ese tipo. Ese salvoconducto que te permitía el privilegio de pasar
al interior de la iglesia cuando a nadie se le permitía e igualmente formar
parte viva y activa de la procesión. El
nombre de la hermandad encabezaba la papeleta. Hermandad y Cofradía de Nuestro
Padre Jesús de la Oración en el Huerto, Señor Amarrado a la Columna y María
Santísima de la Candelaria. Hasta aquel
entonces no había reparado en la advocación de la Virgen. Candelaria. Que
nombre tan hermoso. El domingo siguiente tras la misa, me pare en la capilla de
mis nuevos titulares. Tras mirar a Jesús Orante, que ya tenía mi devoción, mire
detenidamente la imagen de la Virgen. Morena, ojos grandes, rasgos de dolor,
dramatismo en su rictus. Pero aquella imagen a pesar de su dolor desprendía
algo. La Candelaria quería decirme algo. A partir de aquel momento siempre que
pasaba por la capilla, bien tras de la misa de los domingos, o cuando el
querido “Maño” nos pedía ayuda a los chavales con algún trabajillo de la
parroquia, me paraba a ver las imágenes. Cada vez más me atraía la mirada
dolorosa y a la vez llena de mensaje de la Virgen, pero no comprendía lo que Ella
quería decirme. Su nombre, lleno de luminosidad, comenzó a partir de entonces a
serme familiar. Candelaria.
SALVADOR GIMÉNEZ MOLINA
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